Camino y camino por la
gran ciudad, ese animal que se come a sí mismo ¿Dónde quedarán
los huesitos de lo que devora? Una mujer desnuda en un cajero
automático, vive una vida insondable. Puestos de choripán y
hamburguesas llenos de gente que engulle la grasa bajo el sol
implacable del mediodía. Las veredas tienen manchas negras que se
instalaron allí desde los siglos de los siglos: chicles, caramelos,
pedazos de algo. Un hombre escupe sistemáticamente en la parada del
colectivo, sin importarle las miradas: asco. Una pareja de más de
sesenta camina de la mano: ternura. El sin mano, la sin casa, los sin
madre, piden ayuda, una moneda para.
La panorámica urbana se
dibuja en el lugar de las imágenes como una gran postal que no
espera tener sentido.
En el colectivo, zoom. En
el tercer asiento viaja la mujer de treinta y pico. Mira por la
ventana. En su oreja, un aro solitario pende. Parece señalar el
tiempo entre esquina y esquina. El asiento, la mujer, la cara de la
mujer, la oreja, el aro, las piedritas de colores incrustadas. El aro
cuenta su historia pendular a quien quiera oírla. El grito, el
portazo, el hombre en el negocio, el paquetito, el moño, “cerrá
los ojos, abrílos, miráte”, ella en el espejo, el abrazo
hasta el próximo grito.
La vida se presenta, tan
gigantesca e inapresable y se me ofrece para ser mirada, para hacer
con ella.
Mi ojo parpadea y veo
escenas del gran mundo, habladas en códigos de poder y lenguas que
no comprendo. Otro movimiento y miro danzas en distintas calles,
auditorios, paisajes: telas que se transforman al son de las melodías
planetarias.
La vida, formada por
milimétricas presencias vivas, muertas, inertes, ínfimas, se
esconde detrás de lo visible. Entre pestaña y pestaña puedo espiar
los minúsculos movimientos de lo minúsculo: botón, pelusa, piedra,
hormiga, dedo, nervadura, gota de saliva.
Voy desde las redes
subterráneas talladas bajo la ciudad, hacia la parte más pequeña
de la escalera mecánica. La gente camina sobre una superficie en
parte hueca, en parte en movimiento, en parte habitada. La vida sobre
la línea del asfalto transcurre como si allí abajo, en lo oscuro,
nada pasara. Personas que continúan operando sus celulares y
retocando sus peinados, mientras en lo hondo, algo se dirige hacia
algún lado. Arriba, las paredes siguen siendo escritas, los
semáforos siguen cambiando rítmicamente de color, se vende y se
compra. Miles, miles de zapatos, zapatillas, sandalias, plantas de
los pies, van a ritmo desparejo sobre las veredas. Hacen síncopa con
los aullidos, gemidos y chirridos del subterráneo. En algún lugar
del aire se escucha la sinfónica de la ciudad, compuesta por el
arriba y el abajo.
Me dejo devorar por la
boca que me lleva hacia el abajo. La escalera mecánica, el escalón,
los dientes de metal del escalón. Zoom. La mano que encastra diente
de acero con diente de acero. Se llama Raúl quizás. Ese día le
dolía la cabeza porque el domingo, el fútbol, el vino. Viene en
tren y colectivo hasta la fábrica. Hoy bajo sobre la huella digital
modificada por su resaca dominguera.
En el subte, ellas están
paradas, conversando animadamente. Podría ser sobre trabajo,
películas, ropa, proyectos. Mi ojo enfoca el detalle de sus pies.
Los dedos de una ella se rozan con los de la otra ella. Danzan casi.
Las palabras, en la superficie visible del vagón. Los cuerpos
semiocultos – por ahora – diciéndose el amor.
Todo empieza con un ojo
que abre. El árbol hijo del bosque y su única hoja entre la
multitud de hojas. Los edificios tapándolo todo y la ventana, la
mesa, una vida. El ruido global compuesto por frenadas susurros,
puteadas, frases sueltas (“un café chico”; “salí de
acá, tarado”; “uh, colgué mal”; “qué buena
que estás”; “¿dónde tomo el 29?”), hits
del momento y la carcajada vibrando anónima entre la masa sonora. El
gran hospital, el aceleramiento de camillas y sueros, los estados de
salud escritos en las planillas y él, la mirada en el piso, buscando
en la baldosa alguna respuesta.
Desde el micro de larga
distancia veo cómo desaparece la ciudad. Los techos de las casas son
ecosistemas de la belleza y a la vez de lo que se deja abandonado.
Media bicicleta, macetas, bolsas de nylon tapando algo. Una parrilla
y otra y una más: construcciones de hierro sellando costumbres
argentinas. Bicicleta entera, pelota, maderas, una malla cima con una
madreselva. Las terrazas son las cabezas de las casas. Allí se
ofrecen al cielo los sueños y las pesadillas de sus habitantes. Me
voy enterando de esos fragmentos de vida mientras el micro me trae
hacia este lugar seco, apenas humedecido por el mar donde vivo.
Aquí, donde el mirar a
veces es un ver transparente, transitado por el silencio. Donde miro,
acerco y alejo mi zoom y cuento con palabras las imágenes que
enfoco: el siempre viento; las marchas docentes; los vericuetos de
la burocracia; el peligroso tránsito; las personas. Este lugar donde
ejercito la mirada para verte y verme. Parte de la realidad, parte
del mundo, parte de vos y de mí, son habitantes de este espacio que
hay entre párpado y párpado, hasta que me cierren los ojos.