miércoles, 19 de octubre de 2016

Zoom I

Digestión urbana


Camino y camino por la gran ciudad, ese animal que se come a sí mismo ¿Dónde quedarán los huesitos de lo que devora? Una mujer desnuda en un cajero automático, vive una vida insondable. Puestos de choripán y hamburguesas llenos de gente que engulle la grasa bajo el sol implacable del mediodía. Las veredas tienen manchas negras que se instalaron allí desde los siglos de los siglos: chicles, caramelos, pedazos de algo. Un hombre escupe sistemáticamente en la parada del colectivo, sin importarle las miradas: asco. Una pareja de más de sesenta camina de la mano: ternura. El sin mano, la sin casa, los sin madre, piden ayuda, una moneda para.
La panorámica urbana se dibuja en el lugar de las imágenes como una gran postal que no espera tener sentido.
En el colectivo, zoom. En el tercer asiento viaja la mujer de treinta y pico. Mira por la ventana. En su oreja, un aro solitario pende. Parece señalar el tiempo entre esquina y esquina. El asiento, la mujer, la cara de la mujer, la oreja, el aro, las piedritas de colores incrustadas. El aro cuenta su historia pendular a quien quiera oírla. El grito, el portazo, el hombre en el negocio, el paquetito, el moño, “cerrá los ojos, abrílos, miráte”, ella en el espejo, el abrazo hasta el próximo grito.
La vida se presenta, tan gigantesca e inapresable y se me ofrece para ser mirada, para hacer con ella.
Mi ojo parpadea y veo escenas del gran mundo, habladas en códigos de poder y lenguas que no comprendo. Otro movimiento y miro danzas en distintas calles, auditorios, paisajes: telas que se transforman al son de las melodías planetarias.
La vida, formada por milimétricas presencias vivas, muertas, inertes, ínfimas, se esconde detrás de lo visible. Entre pestaña y pestaña puedo espiar los minúsculos movimientos de lo minúsculo: botón, pelusa, piedra, hormiga, dedo, nervadura, gota de saliva.
Voy desde las redes subterráneas talladas bajo la ciudad, hacia la parte más pequeña de la escalera mecánica. La gente camina sobre una superficie en parte hueca, en parte en movimiento, en parte habitada. La vida sobre la línea del asfalto transcurre como si allí abajo, en lo oscuro, nada pasara. Personas que continúan operando sus celulares y retocando sus peinados, mientras en lo hondo, algo se dirige hacia algún lado. Arriba, las paredes siguen siendo escritas, los semáforos siguen cambiando rítmicamente de color, se vende y se compra. Miles, miles de zapatos, zapatillas, sandalias, plantas de los pies, van a ritmo desparejo sobre las veredas. Hacen síncopa con los aullidos, gemidos y chirridos del subterráneo. En algún lugar del aire se escucha la sinfónica de la ciudad, compuesta por el arriba y el abajo.
Me dejo devorar por la boca que me lleva hacia el abajo. La escalera mecánica, el escalón, los dientes de metal del escalón. Zoom. La mano que encastra diente de acero con diente de acero. Se llama Raúl quizás. Ese día le dolía la cabeza porque el domingo, el fútbol, el vino. Viene en tren y colectivo hasta la fábrica. Hoy bajo sobre la huella digital modificada por su resaca dominguera.
En el subte, ellas están paradas, conversando animadamente. Podría ser sobre trabajo, películas, ropa, proyectos. Mi ojo enfoca el detalle de sus pies. Los dedos de una ella se rozan con los de la otra ella. Danzan casi. Las palabras, en la superficie visible del vagón. Los cuerpos semiocultos – por ahora – diciéndose el amor.

Todo empieza con un ojo que abre. El árbol hijo del bosque y su única hoja entre la multitud de hojas. Los edificios tapándolo todo y la ventana, la mesa, una vida. El ruido global compuesto por frenadas susurros, puteadas, frases sueltas (“un café chico”; “salí de acá, tarado”; “uh, colgué mal”; “qué buena que estás”; “¿dónde tomo el 29?”), hits del momento y la carcajada vibrando anónima entre la masa sonora. El gran hospital, el aceleramiento de camillas y sueros, los estados de salud escritos en las planillas y él, la mirada en el piso, buscando en la baldosa alguna respuesta.
Desde el micro de larga distancia veo cómo desaparece la ciudad. Los techos de las casas son ecosistemas de la belleza y a la vez de lo que se deja abandonado. Media bicicleta, macetas, bolsas de nylon tapando algo. Una parrilla y otra y una más: construcciones de hierro sellando costumbres argentinas. Bicicleta entera, pelota, maderas, una malla cima con una madreselva. Las terrazas son las cabezas de las casas. Allí se ofrecen al cielo los sueños y las pesadillas de sus habitantes. Me voy enterando de esos fragmentos de vida mientras el micro me trae hacia este lugar seco, apenas humedecido por el mar donde vivo.
Aquí, donde el mirar a veces es un ver transparente, transitado por el silencio. Donde miro, acerco y alejo mi zoom y cuento con palabras las imágenes que enfoco: el siempre viento; las marchas docentes; los vericuetos de la burocracia; el peligroso tránsito; las personas. Este lugar donde ejercito la mirada para verte y verme. Parte de la realidad, parte del mundo, parte de vos y de mí, son habitantes de este espacio que hay entre párpado y párpado, hasta que me cierren los ojos.


lunes, 14 de marzo de 2016

Hilachas I

Morir. A eso hemos venido. En el medio, la vida: reuniones de consorcio, partos, un cortado en jarrito, señales de tránsito, lencería erótica, estaciones de radio, chantajes, padrones electorales, cargadores de celular, clases de cocina, témpera azul, ecografías, puentes, delineadores líquidos, sillas de ruedas, solicitadas, concursos de literatura, bancas de diputados, guitarras eléctricas, veneno, suavizante para ropa, telones que se abren, rejas, naipes, tiro al blanco, cajones de manzana, certificados de estudio, aviones, manteles de hule, video clips y fotocopias, entre otras cosas. Después nos vamos. Después, quedan hilachas.

lunes, 7 de marzo de 2016

Herencia I

Siempre la muerte es inesperada ¿Quién espera que venga el vacío?  ¿Quién espera que esta hora sea la última hora?
A veces el morir empieza y es lento en su implacable manera de ir apagando toda luz. A veces el morir empieza y es un rayo que no permite darse cuenta.
Así murió la tía Elena, un día, sin previo aviso. El corazón empezó a dolerle y después no le dolió más. No lo esperábamos. No es legal morirse antes de los setenta años.
Pero así era ella: le gustaba estar del otro lado de los límites.
La vida y la muerte. En la sala velatoria, cuando quedamos solo la pequeña familia, comenzaron a rodar secretos familiares que ya no eran secretos y otros, salidos a la luz  por primera vez, en medio de la sombra. Hicimos lo que hace la gente cuando la gente se muere. Llora, ríe, recuerda, habla pavadas, come, se congrega, se une como para aliviar la herida. Después la punzada del rayo termina y el tiempo de hacer con lo que quedó clava un surco que dura casi para siempre.

Cuando abrí la caja que contenía mi parte de herencia de la tía Elena lloré. Botones de diversos tamaños y colores; un bastidor con un bordado sin terminar; hilos de todos los colores y todos los grosores; cajitas pequeñas, medianas y grandes.
Yo, que nunca cosí, amo los botones. Siempre me gustó mirarlos, acomodarlos sobre la mesa haciendo dibujos, oír el ruido que hacen cuando son agitados en el puño de la mano. Sé que ella estaba en ese cuarto durante los duros días del repartir y tirar,  y le susurró a su hijo que los botones fueran para mí. Las cajas, ¿a qué mujer no le gustan las cajas en todas sus formas? Los hilos, aún no puedo explicarme qué imaginaron que podría hacer yo con tantos hilos. Ya vendrá la respuesta.

Casi setenta años en una caja con cajitas. Todos los cientos de días, los besos, los pasos de baile, el desasosiego cayendo por los agujeros de un botón. Los proyectos, los fracasos, las carcajadas, ese viaje, aquellas cartas, rodando hasta mis manos, transformados en unas pocas hilachas.